Era sábado de Semana Santa, nunca
había visto en mi vida una cola que saliera de un supermercado
doblara la esquina de la calle y siguiera por la aledaña.
Había visto colas en el Paro, en
grandes ciudades, colas de inmigrantes para alquilar una habitación
para dormir varias horas antes de volver a trabajar. Colas para
obtener los papeles, colas en la cocina económica, colas en Cáritas
o la Cruz Roja. Pero nunca había visto una cola que saliera y
doblara la esquina de la calle y siguiera 50 metros más.
Las colas van a ser objeto de estudio a
partir de ahora. Habrá teóricos del espacio-tiempo que las diseñen,
políticos que decreten el ancho y el largo que deben tener,
protocolos de actuación.
Estudios sociológicos, libros de
poesía sobre colas, novelas sobre colas, cuadros sobre colas,
fotografías, exposiciones sobre colas, vivas o inermes.
Las colas se están convirtiendo en el
pilar fundamental de esta sociedad.
En mi cola había de todo; una señora
que argumentaba que había tanta cola a causa del cierre por
festivos, no sé si se escandalizaba porque los hubiera o porque no
los hubiera. Un hombre de mediana edad, con chaqueta de cuero de
aviador que hablaba por los codos y se enorgullecía de ir a la
compra. Repitiendo una y otra vez a todo amigo y vecino que pasara
por allí:
-Ahora no salgo, ya solo salgo a
comprar y nada más. Soy un ciudadano ejemplar desde
que los bares están cerrados. A ver
cuando tomamos algo y tal... .
Era valiente, se movía más allá de
la cola, cruzaba la calle, hablaba, no tenía miedo de que nadie le
robara su sitio. Hacía que la cola tuviera vida propia.
El resto de personas solo esperaban su
turno con resignación, con las mascarillas puestas, o sustituidas
por un pañuelo o una bufanda. Guantes de nitrilo, guantes plástico
de bolsa, guantes de fregar. Había todo tipo de epis; homologados y
no homologados.
No sé quien fue el primero o la
primera que se fijó que en la alcantarilla, al lado de la calle en
la que se ordenaba la cola, había una rata totalmente empapada,
tiritando, erecta, con sus patitas señalando a su hocico, inmóviles.
Totalmente paralizada del miedo. La imagen de la rata era desoladora,
¿a quién podría darle miedo?, moribunda como estaba.
La cola se convirtió en un juzgado de
guardia, a la señora que quizás sí o quizás no le molestaba que
los supermercados cerraran en festivo le daba mucho asco la rata. Y
empezó a convencer al vivaracho de la cola que la matara. Un anciano
pronunció débilmente unas palabras:
-Pero si es un ser vivo.
La rata no se movía, inerme, en el
mismo sitio. Otras personas se cercioraron de la molesta rata, y en
lugar de intentar dominar su miedo y su asco apoyaron la sentencia a
muerte de la rata y animaban al vivaracho a actuar de verdugo. El
vivaracho seguía moviéndose, iba al contenedor de la basura para
ver si había algún cartón o bolsa para cazar a la rata.
Contra todo pronóstico, cuando parecía
que le iba a dar una patada a la rata dijo:
-Pero si está moribunda como la voy a
matar. Ya está casi muerta.
Yo lo apoyé cuando estaba a punto de
gritarle que dejara a la puta rata morir con dignidad.
Los dos le respondimos a la señora
justo cuando clamaba por su vil asesinato, que dejara a la rata morir
tranquila y que si tanto asco y tanta molestia le daba que la matara
ella.
En ese momento me sentí orgulloso de
pertenecer a aquella cola que doblaba una esquina y seguía cincuenta
metros más abajo, y a veces se retorcía, y a veces no...había
cobrado vida.
Y había perdido uno de mis prejuicios
más arraigados desde que vi como una rata mordía a un amigo en la
infancia. Ya no me daban asco las ratas, me daban asco las personas
que tenían menos humanidad que una rata de alcantarilla.
Víctor Cuetos, Xx, XXXX
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